familiaPapa Juan Pablo II 1994, año de la familia

Dos civilizaciones

  1. Amadísimas familias, la cuestión de la paternidad y de la maternidad responsables se inscribe en toda la temática de la «civilización del amor», de la que deseo hablaros ahora. De lo expuesto hasta aquí se deduce claramente que la familia constituye la base de lo que Pablo VI calificó como «civilización del amor» 33, expresión asumida después por la enseñanza de la Iglesia y considerada ya normal. Hoy es difícil pensar en una intervención de la Iglesia, o bien sobre la Iglesia, que no se refiera a la civilización del amor. La expresión se relaciona con la tradición de la «iglesia doméstica» en los orígenes del cristianismo, pero tiene una preciosa referencia incluso para la época actual. Etimológicamente, el término «civilización» deriva efectivamente de «civis», «ciudadano», y subraya la dimensión política de la existencia de cada individuo. Sin embargo, el significado más profundo de la expresión «civilización» no es solamente político sino más bien «humanístico». La civilización pertenece a la historia del hombre, porque corresponde a sus exigencias espirituales y morales: éste, creado a imagen y semejanza de Dios, ha recibido el mundo de manos del Creador con el compromiso de plasmarlo a su propia imagen y semejanza. Precisamente del cumplimiento de este cometido deriva la civilización, que, en definitiva, no es otra cosa que la «humanización del mundo».

Civilización tiene, pues, en cierto modo, el mismo significado que «cultura». Por esto se podría decir también: «cultura del amor», aunque es preferible mantener la expresión que se ha hecho ya familiar. La civilización del amor, con el significado actual del término, se inspira en las palabras de la constitución conciliar Gaudium et spes: «Cristo… manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación» 34. Por esto se puede afirmar que la civilización del amor se basa en la revelación de Dios, que «es amor», como dice Juan (1 Jn 4, 8. 16), y que está expresada de modo admirable por Pablo con el himno a la caridad, en la primera carta a los Corintios (cf. 13, 1-13). Esta civilización está íntimamente relacionada con el amor que «ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5), y que crece gracias al cuidado constante del que habla, de manera tan sugestiva, la alegoría evangélica de la vid y los sarmientos: «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto» (Jn 15, 1-2).

A la luz de estos y de otros textos del Nuevo Testamento es posible comprender lo que se entiende por «civilización del amor», y por qué la familia está unida orgánicamente a esta civilización. Si el primer «camino de la Iglesia» es la familia, conviene añadir que lo es también la civilización del amor, pues la Iglesia camina por el mundo y llama a seguir este camino a las familias y a las otras instituciones sociales, nacionales e internacionales, precisamente en función de las familias y por medio de ellas. En efecto, la familia depende por muchos motivos de la civilización del amor, en la cual encuentra las razones de su ser como tal. Y al mismo tiempo, la familia es el centro y el corazón de la civilización del amor.

Sin embargo, no hay verdadero amor sin la conciencia de que Dios «es Amor», y de que el hombre es la única criatura en la tierra que Dios ha llamado «por sí misma» a la existencia. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, sólo puede «encontrar su plenitud» mediante la entrega sincera de sí mismo. Sin este concepto del hombre, de la persona y de la «comunión de personas» en la familia, no puede haber civilización del amor; recíprocamente, sin ella es imposible este concepto de persona y de comunión de personas. La familia constituye la «célula» fundamental de la sociedad. Pero hay necesidad de Cristo —«vid» de la que reciben savia los «sarmientos»— para que esta célula no esté expuesta a la amenaza de una especie de desarraigo cultural, que puede venir tanto de dentro como de fuera. En efecto, si por un lado existe la «civilización del amor», por otro está la posibilidad de una «anticivilización» destructora, como demuestran hoy tantas tendencias y situaciones de hecho.

?Quién puede negar que la nuestra es una época de gran crisis, que se manifiesta ante todo como profunda «crisis de la verdad»? Crisis de la verdad significa, en primer lugar, crisis de conceptos. Los términos «amor», «libertad», «entrega sincera» e incluso «persona», «derechos de la persona», ?significan realmente lo que por su naturaleza contienen? He aquí por qué resulta tan significativa e importante para la Iglesia y para el mundo —ante todo en Occidente la encíclica sobre el «esplendor de la verdad» (Veritatis splendor). Solamente si la verdad sobre la libertad y la comunión de las personas en el matrimonio y en la familia recupera su esplendor, empezará verdaderamente la edificación de la civilización del amor y será entonces posible hablar con eficacia —como hace el Concilio— de «promover la dignidad del matrimonio y de la familia» 35.

¿Por qué es tan importante el «esplendor de la verdad»? Ante todo, lo es por contraste: el desarrollo de la civilización contemporánea está vinculado a un progreso científico-tecnológico que se verifica de manera muchas veces unilateral, presentando como consecuencia características puramente positivistas. Como se sabe, el positivismo produce como frutos el agnosticismo a nivel teórico y el utilitarismo a nivel práctico y ético. En nuestros tiempos la historia, en cierto sentido, se repite. El utilitarismo es una civilización basada en producir y disfrutar; una civilización de las «cosas» y no de las «personas»; una civilización en la que las personas se usan como si fueran cosas. En el contexto de la civilización del placer, la mujer puede llegar a ser un objeto para el hombre, los hijos un obstáculo para los padres, la familia una institución que dificulta la libertad de sus miembros. Para convencerse de ello, basta examinar ciertos programas de educación sexual, introducidos en las escuelas, a menudo contra el parecer y las protestas de muchos padres; o bien las corrientes abortistas, que en vano tratan de esconderse detrás del llamado «derecho de elección» («pro choice») por parte de ambos esposos, y particularmente por parte de la mujer. Éstos son sólo dos ejemplos de los muchos que podrían recordarse.

Es evidente que en semejante situación cultural, la familia no puede dejar de sentirse amenazada, porque está acechada en sus mismos fundamentos. Lo que es contrario a la civilización del amor es contrario a toda la verdad sobre el hombre y es una amenaza para él: no le permite encontrarse a sí mismo ni sentirse seguro como esposo, como padre, como hijo. El llamado «sexo seguro», propagado por la «civilización técnica», es en realidad, bajo el aspecto de las exigencias globales de la persona, radicalmente no-seguro, e incluso gravemente peligroso. En efecto, la persona se encuentra ahí en peligro, y, a su vez, está en peligro la familia. ?Cuál es el peligro? Es la pérdida de la verdad sobre la familia, a la que se añade el riesgo de la pérdida de la libertad y, por consiguiente, la pérdida del amor mismo. «Conoceréis la verdad —dice Jesús— y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32). La verdad, sólo la verdad, os preparará para un amor del que se puede decir que es «hermoso».

La familia contemporánea, como la de siempre, va buscando el «amor hermoso». Un amor no «hermoso», o sea, reducido sólo a satisfacción de la concupiscencia (cf. 1 Jn 2, 16) o a un recíproco «uso» del hombre y de la mujer, hace a las personasesclavas de sus debilidades. ?No favorecen esta esclavitud ciertos «programas culturales» modernos? Son programas que «juegan» con las debilidades del hombre, haciéndolo así más débil e indefenso.

La civilización del amor evoca la alegría: alegría, entre otras cosas, porque un hombre viene al mundo (cf. Jn 16, 21) y, consiguientemente, porque los esposos llegan a ser padres. Civilización del amor significa «alegrarse con la verdad» (cf. 1 Co13, 6); pero una civilización inspirada en una mentalidad consumista y antinatalista no es ni puede ser nunca una civilización del amor. Si la familia es tan importante para la civilización del amor, lo es por la particular cercanía e intensidad de los vínculos que se instauran en ella entre las personas y las generaciones. Sin embargo, es vulnerable y puede sufrir fácilmente los peligros que debilitan o incluso destruyen su unidad y estabilidad. Debido a tales peligros, las familias dejan de dar testimonio de la civilización del amor e incluso pueden ser su negación, una especie de antitestimonio. Una familia disgregada puede, a su vez, generar una forma concreta de «anticivilización», destruyendo el amor en los diversos ámbitos en los que se expresa, con inevitables repercusiones en el conjunto de la vida social.