marcelino menendez pelayoMarcelino Menéndez y Pelayo
Cultura Española, Madrid, 1941

Grandes culpas tenía que purgar la raza visigoda. No era la menor su absoluta incapacidad para constituir un régimen estable ni una civilización. Y, sin embargo, ¡cuánta grandeza en ese período! Pero la ciencia y el arte, los cánones Y las leyes son gloria de la Iglesia, gloria española. Los visigodos nada han dejado, ni tina piedra, ni un libro, ni un recuerdo, si quitamos las cartas de Sisebuto y Bulgoranos, escritas quizás por Obispos españoles y puestas a nombre de aquellos altos personajes. Desengañémonos: la civilización peninsular es romana de pies a cabeza, con algo de semitismo; nada tenemos de teutónicos, a Dios gracias. Lo que los godos nos trajeron se redujo a algunas leyes bárbaras y que pugnan con el resto de nuestros Códigos, y a esa indisciplina y desorden que dio al traste con el imperio que ellos establecieron.

Bien sé que no estaban exentos del contagio los hispano-romanos, puesto que Dios nunca envía las grandes calamidades sino cuando toda carne ha errado su camino. Pero los que hasta el último momento habían lidiado contra la corrupción en los Concilios, levantáronse de su caída con aliento nuevo. Eulogio, Álvaro, Sansón, Spera-in-Deo, dieron inmarcesible gloria a la escuela cordobesa; mártires y confesores probaron su fe y el recio temple de su alma bajo la tiranía musulmana; y entre tanto los astures, los cántabros, los vascones y los de la Marca Hispánica, comenzaron por diversos puntos una .resistencia heroica e insensata, que, amparada por Dios, de quien vienen todas las grandes inspiraciones, nos limpió de la escoria goda, borró las diferencias de razas, y trájonos a reconquistar el suelo y a constituir una sola gente. El Pelagio, que acometió tal empresa, lleva nombre romano; entre sus sucesores los hay godos: Fafilla, Froyla, prueba de la unión que trajo el peligro. Muy pronto el goticismo desaparece, perdido del todo en el pueblo asturiano, en el navarro, en el catalán o en el mozárabe. La ley de Recesvinto estaba cumplida. Lo que no se había hecho en tiempos de bonanza, obligó a hacerlo la tempestad desatada. Ya no hubo godos y latinos, sino cristianos y musulmanes, y entre éstos no pocos apóstatas. Averiguado está que la invasión de los árabes fue inicuamente patrocinada por los judíos que habitaban en España. Ellos les abrieron las puertas de las principales ciudades. Porque eran numerosos y ricos, y ya en tiempos de Egica habían conspirado, poniendo en grave peligro la seguridad del reino. El Concilio XVII los castigó con harta dureza, reduciéndolos a esclavitud (Can. VIII); pero Witiza los favoreció otra vez, y a tal patrocinio respondieron conjurándose con todos los descontentos. La población indígena hubiera podido resistir al puñado de árabes que pasó el Estrecho; pero Witiza les había desarmado, las torres estaban por tierra y las lanzas convertidas en rastrillos. No recuerda la historia conquista más rápida que aquélla. Ayudábanla a porfía godos y judíos, descontentos políticos, venganzas personales y odios religiosos.

¿Quid leges sine moribus vanae proficiunt? ¿Cómo había de vivir una sociedad herida de muerte por la irreligión y el escándalo, aunque fuesen buenas sus leyes y la administrasen varones prudentes? ¿Qué esperar de un pueblo en que era común la infidelidad en los contratos y en las palabras?, como declara con dolor el Concilio XVII en su canon VI. Agréguese a todo esto el veneno de las artes mágicas, señoras de toda conciencia real o plebeya. Y no se olvide aquel último signo de desesperación y abatimiento: el suicidio, anatematizado en el canon IV del Concilio XVI.

No alcanzan los vicios de la monarquía electiva, ni aun la falta de unidad en las razas, a explicar la conquista arábiga. Forzoso es buscar una raíz más honda, y repetir con el sagrado autor de los Proverbios: «Justitia elevat gentem: miseros autem facit populos peccatum» (1).

(1) Heterodoxos. Tomo II, páginas 209 a 211 y 212 a 214.