«La tentación importa el desprecio, y aun el odio, de la Iglesia del pasado».

D. José Guerra Campos
El octavo día
Editorial Nacional, Torrelara, Madrid, 1973

La tentación importa el desprecio, y aun el odio, de la Iglesia del pasado. Los grupos revolucionarios se exaltan a sí mismos y a la Iglesia que dicen van a construir en el futuro.

El desprecio del pasado incluye a la mejor parte de la Iglesia presente, que es la Iglesia triunfante: se desprecia la comunión con todos los que, en cualquier tiempo, han muerto fieles al Señor y viven con Cristo en la gloria del Padre; las muestras de devoción a los santos impacientan: se reacciona ante ellas como Judas ante el obsequio de María de Betania a Jesús.

El desprecio se extiende a la mayoría de los creyentes contemporáneos, los que componen lo que se denomina la masa, los extraños a los grupos que a sí mismos se consideran selectos. No podemos olvidar que quien selecciona es Dios. Por medio de su Iglesia Él desparrama la semilla en todos los campos, echa la red en todas las aguas: los selectos son los que responden con fidelidad a la llamada. Y estos se encuentran donde Dios quiere, en cualquier zona del pueblo creyente, dentro o fuera de clases y grupos particulares. Dios sabe quiénes y cuántos son; nosotros sólo sabemos que no lo son los que presumen de serlo.

Las desviaciones sobre la constitución de la Iglesia suponen una desviación en cuanto a su finalidad (2). La misión propia de la Iglesia es de orden religioso (3). A ella se subordinan, como algo derivado, sus proyecciones de orden temporal; y aun a través de éstas la Iglesia ha de levantar los ojos de los hombres, como hizo Jesús al multiplicar los panes, hacia la alegre perspectiva del amor de Dios y de la vida eterna.

En vez de respetar esta prioridad, el demonio (escalonando sus tentaciones, como hizo ante Jesús) sugiere en primer lugar invertir el orden: que la Iglesia se dedique por entero a la solución de los problemas temporales, como condición previa, necesaria, para que más tarde puedan los hombres apreciar el Evangelio. Exactamente lo contrario de lo que hizo el Señor y de lo que mandó hacer a sus Apóstoles.

Notas:

(2) Lo propio de la Iglesia (comunidad de todos los llamados por Dios) es integrar en unidad, con el vínculo religioso, a todas las diversidades humanas (ver Concilio Vaticano, II, decreto Apost. Act., 10). La tendencia de ciertos grupos a rehuir esa unidad integradora nace de la primacía que otorga a un programa temporal. Han pervertido la finalidad de la Iglesia.

(3) «La misión de la Iglesia es religiosa y, por lo mismo, plenamente humana» (GS., 11). «Todo el bien que… puede dar a la familia humana… deriva del hecho de que… manifiesta y, al mismo tiempo, realiza el misterio del amor de Dios al hombre (GS., 45). «La misión propia que Cristo confió a su Iglesia no es de orden político, económico o social. El fin que le asignó es de orden religioso, pero precisamente de esta misión religiosa derivan… luces y energías» (GS., 42) que pueden servir para “curar y elevar la dignidad de la persona, consolidar la firmeza de la sociedad y dotar a la actividad diaria de la humanidad de un sentido y de una significación mucho más profundos» (GS., 40). Ver también: Credo de Pablo VI; homilía del mismo en el Domund de 1971, etc.