D. José Guerra Campos
El octavo día
Editorial Nacional, Torrelara, Madrid, 1973
Mañana se celebra en todo el mundo la fiesta de la Asunción, la más antigua y universal en honor de nuestra Señora. De los cientos de miles de iglesias católicas, la mayor parte están dedicadas a Santa María; y casi todas festejan a su titular el día 15 de agosto.
Sería bueno que recobrásemos la admiración ante un hecho incomparable: hace veinte siglos una joven, modestamente situada en un rincón de Palestina, se atrevió a decir: «Me llamarán dichosa (me felicitarán) todas las generaciones» (1). Increíble: porque lo ordinario es que, precisamente al paso de las generaciones, se desvanezcan las aclamaciones entusiastas. Sin embargo, toda la trompetería de la fama mundana, todo el sensacionalismo artificial de las modas pasajeras, apenas son más que un charco de ranas al lado de la corriente -secular, honda, limpia- de amor y esperanza que María sigue suscitando en millones de personas de todas las edades.
A veces perdura en los pueblos el culto a los hombres del pasado; pero no es más que un culto recuerdo. El culto de María, en la órbita del culto a nuestro Señor Jesucristo, se dirige a alguien viviente, que nos acompaña sin barreras de tiempo: es un culto que importa una memoria de las manifestaciones históricas de esa persona y, a la vez, una adhesión a su presencia invisible, en la que tocamos la realización y como una prenda de la vida futura que esperamos.
La fiesta de la Asunción canta la plenitud feliz a la que ha llegado Santa María. Según palabras del Concilio Vaticano II, «terminado el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celeste, y ensalzada como reina del universo» (2). Es la única persona que está ya asociada del todo a la resurrección y al señorío universal de Cristo, por encima de todas las formas del dolor y de la muerte.
¿Qué significa esto para nosotros? Más que un objeto de admiración, más que un símbolo de aspiraciones irrealizables: ¡es nuestro ideal realizado y asequible! María es ya lo que nosotros queremos y podemos llegar a ser, aunque en grado inferior. Dice también el Concilio: «La Madre de Jesús…, glorificada en los cielos en cuerpo y alma, es imagen y principio de la Iglesia» del futuro; «así, en la tierra precede con su luz al pueblo de Dios, que aún peregrina, como signo de esperanza cierta y de consuelo, hasta que llegue el día del Señor» (3).
NOTAS:
(1) Lc. 1, 48.
(2) LG., 59.
(3) LG., 68. Cfr. Id., 65: «Mientras la Iglesia ha alcanzado en la santísima Virgen la perfección, en virtud de la cual no tiene mancha ni arruga, los fieles luchan todavía por crecer en santidad …»