D. José Guerra Campos
El octavo día
Editorial Nacional, Torrelara, Madrid, 1973
Ese ideal rebasa cualquier futuro mejor, de esos que los hombres optimistas intentan construir con sus manos, porque, por espléndido que este futuro resultara, si se lograse, sería imperfecto, insatisfactorio, pasajero para cada una de las generaciones que lo disfrutasen; y quedarían fuera todas las generaciones precedentes, que acaso lo habrían preparado.
Ese ideal tampoco es sueño evasivo, por huida de nuestra impotencia frente a la realidad social y corporal. Las fiestas de la Ascensión de Cristo y de la Asunción de María destacan precisamente la elevación del cuerpo; no tanto por un traslado como por una transformación, que es un don de Dios; es una vida superior que constituye una exaltación positiva de toda nuestra realidad: espíritu y cuerpo, vida individual y social, en la que podrán participar los hombres fieles de todos los tiempos, los muertos y los que vamos hacia la muerte.
Optimista o pesimista, el hombre, que tan admirablemente progresa en el dominio de la tierra, no puede vencer sus propios límites; y, sin embargo, no sería hombre si no aspirase a ser más de lo que por sí mismo puede realizar. Aspira a un dominio de la tierra que sea también señorío interior de sí mismo, verdadera libertad, comunión de corazones, vida sin muerte. Esta aspiración sólo es factible en la comunicación filial con Dios, a la que somos llamados. La pretensión de conseguirla por autosuficiencia es suicidio, es el pecado (4).
NOTAS:
(4) La atención a las posibilidades y a las responsabilidades solidarias de la humanidad en este mundo es un valor apreciable; pero la pérdida del sentido del pecado es un índice de que ese humanismo se corrompe, degenerando en ateísmo, orgulloso o desesperado. El Evangelio, que purifica y perfecciona los valores humanos, es esencialmente religioso: relación con el Padre, vida eterna.