D. José Guerra Campos
El octavo día
Editorial Nacional, Torrelara, Madrid, 1973

P.: Antes oímos que la actitud del Estado no puede ser la misma en cuanto a la religión y en cuanto a sus negaciones. Ahora bien, ¿el Estado debe garantizar igualdad de condiciones para las diversas religiones?

R.: Pregunta importante y delicadísima. Si he de hablar con la doctrina de la Iglesia, que es lo que usted busca (P.: Exacto), la respuesta es clara. Es afirmativa, si por «igualdad de condiciones» se entienden dos cosas: 1.ª, que la diferencia de religión no signifique discriminación en los derechos civiles, a no ser las limitaciones legítimas por razón de los derechos de los demás; 2.ª, que toda religión, además del respeto básico a la autonomía de las personas (común a los ateos y no religiosos), merece con derecho una ayuda especial, un favor, protección o impulso, para que pueda desarrollar sus valores positivos. Pongamos un ejemplo, que en España entenderíamos muy bien. En España tenemos muy pocos ciudadanos que sean mahometanos; e incluso, me parece, muy pocos mahometanos que residan en España; pero, más o menos, algunos hay, y en ciertas circunstancias históricas no lejanas hubo más que algunos. Si a estos mahometanos se les ofrecen facilidades para que puedan vivir su propia vida religiosa, acaso algún católico diga que se favorece una religión falsa o, por lo menos, imperfecta. Sin embargo, cabe considerar el asunto desde otro punto de vista mucho más serio: no se les ofrecen facilidades para que practiquen una religión falsa o imperfecta, sino para que practiquen una religión, en vez de dejarse arrastrar por la desidia, el abandono, la inercia espiritual. Entre esta dejadez, que es un vicio, y la práctica sincera y honesta de una religión, todo se inclina a favor de lo segundo: es un valor positivo, aunque sea imperfecto.

Hasta aquí, pues, igualdad de condiciones. Ahora bien, según la doctrina de la Iglesia no todas las regiones tienen derecho a una plena igualdad de condiciones. La religión verdadera (llamamos verdadera no a una religión humana, sino a la que brota de la manifestación de Cristo, revelación de Dios en la Historia) tiene el máximo derecho, el derecho en exclusiva, de ser reconocida como tal, y de ser como tal, favorecida: no con coacciones, sí con ayudas positivas para que este mensaje, que es don de Dios, llegue realmente a todos los hombres. Estos lo aceptarán o no; pero su proposición debe favorecerse mucho más que cualquier proposición de otras religiones. Asumir la diferencia entre una religión que viene de Dios y una religión que es un reflejo del espíritu humano no constituye ninguna infracción de la igualdad básica de los ciudadanos ante el Estado.