
D. José Guerra Campos
El octavo día
Editorial Nacional, Torrelara, Madrid, 1973
Declaraciones a “YA” de 24 de noviembre de 1965, durante la etapa última del Concilio Vaticano II. (4)
Ahora bien, además de esta tutela general (que es simplemente no violar la autonomía personal), la potestad pública está obligada moralmente a fomentar de modo positivo la vida religiosa. Sin mengua de la igualdad jurídica de los ciudadanos, y sin incurrir en discriminación, el deber moral del poder público, poder que viene de Dios, es muy diferente en el caso de la infidelidad y en el caso de la fidelidad de los ciudadanos a la voluntad divina: en uno, meramente no violar la voluntad infiel a Dios; en el otro, ayudar a la voluntad que quiere ser fiel a Dios. He aquí otro texto de la declaración:
«La potestad civil mediante leyes justas y otros medios aptos debe asumir eficazmente la tutela de la libertad religiosa de todos los ciudadanos y suministrar condiciones propicias para fomentar la vida religiosa, de suerte que los ciudadanos puedan ejercer efectivamente los derechos de la religión y cumplir sus deberes, y que la misma sociedad goce de los bienes de justicia y de paz, que provienen de la fidelidad de los hombres hacia Dios y su santa voluntad» (núm. 6).
La relación con que fue presentado el proyecto de declaración al aula conciliar en el mes de septiembre último reiteraba, una vez más (págs. 50-51), que la auténtica libertad religiosa no promueve de ningún modo un estado arreligioso o indiferente, y que la sociedad en cuanto tal puede honrar a Dios por actos públicos, en cumplimiento de su deber religioso. La declaración no propugna un estado de viejo tipo liberal (pág. 52).
Lo anotado vale para el ejercicio de la religión en cualquiera de sus varias formas. Pero el Concilio afirma además deberes específicos respecto de la religión y de la Iglesia de Cristo. Ante todo, recuerda que la libertad de la Iglesia en orden a la actuación de su misión salvífica, aparte de que se le debe por la misma razón que a cualquier grupo de personas que viven comunitariamente su religión, le compete por título peculiar «en cuanto autoridad espiritual constituida por Cristo Señor, a la que por divino mandato incumbe el deber de ir a todo el mundo y predicar el Evangelio a toda criatura” {núm. 13). Y junto a esta obligación que las sociedades tienen de respetar, por doble título, la libertad de la Iglesia, el Concilio evoca y confirma igualmente los demás deberes morales enseñados por la doctrina tradicional. El texto ya citado del número 1 es taxativo: «Se mantiene íntegra la doctrina católica tradicional acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades hacia la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo”.