D. José Guerra Campos
El octavo día
Editorial Nacional, Torrelara, Madrid, 1973
P.: Entonces, ¿esa libertad de que venimos hablando acaso no sea ilimitada?
R.: Ciertamente, no es ilimitada.
P.: ¿Cuáles son sus límites?
R.: Podría responder muy sencillamente con una expresión ya clásica, que el Concilio acaba de aceptar y, en cierto modo, acaba de consagrar en el lenguaje eclesiástico. Los límites son -dice el Concilio- las exigencias del orden público; pero estas exigencias deben entenderse en toda la amplitud que el mismo Concilio les atribuye: orden público no significa solamente el orden exterior, de la calle…
P.: O sea, ¿no es la supresión de la violencia exterior en este concepto?
R.: No es sólo la supresión de la violencia exterior. Esto es, sin duda, una parte o ingrediente del orden público, pero es algo demasiado extrínseco (incluso, en algunas circunstancias extremas puede haber una alteración del orden público que sea moralmente exigible y provechosa). El Concilio propone como ingredientes de este que llama orden público, que justifican en el orden moral la limitación de las manifestaciones externas de la libertad en materia religiosa, los tres campos siguientes:
Primero: nadie tiene derecho de manifestarse o de actuar hacia fuera, en nombre de sus convicciones religiosas o no religiosas, si con ello ataca los derechos de los demás: «Respeto de los derechos de los demás».
Segundo: nadie tiene derecho a las manifestaciones o actuaciones indicadas, si con ellas rompe la justa y pacífica convivencia: «Respeto de la paz pública».
Tercero: nadie tiene derecho, si con sus manifestaciones o actividades ataca la moral pública.
«Derechos de los demás», «convivencia pacífica», «exigencias de la moral pública”: este es el campo que el Estado puede y debe defender, incluso con leyes coactivas, frente a los abusos que se cometan en nombre de la religión, aunque se hagan con toda sinceridad.