Ramiro de Maeztu

PRELUDIO (IV)

La sinfonía se interrumpió en 1700, al cerrarse para siempre los ojos del Monarca hechizado. Cuentan los historiadores que, a fuerza de pasar por nuestras tierras tropas alemanas, inglesas y francesas, aparte de las nuestras, durante catorce años, al cabo de la guerra de Sucesión se habían esfumado todas las antiguas instituciones españolas, excepto la corona de Castilla. España era una pizarra en limpio, donde un Rey y una Corte extranjeros podían escribir lo que quisieran. Mucho de lo que dijeron tenía que decirse, porque el país necesitaba «academias y talleres, carreteras y canales». Embargados en cuidados superiores nos habíamos olvidado anteriormente de que lo primero era vivir. Pero cuando se dijo que: «Ya no hay Pirineos», lo que entendió la mayor parte de nuestra aristocracia es que Versalles era el centro del mundo. Pudimos entonces economizar las energías y esperar a que se restaurasen para seguir nuestra obra. Preferimos poner nuestra ilusión en ser lo que no éramos. Y hace doscientos años que el alma se nos va en querer ser lo que no somos, en vez de ser nosotros mismos, pero con todo el Poder asequible.

 Estos doscientos años son los de la Revolución. ¿Concibe nadie que Sancho Panza quiera sublevarse contra Don Quijote? El hombre inferior admira y sigue al superior, cuando no está maleado, para que le dirija y le proteja. El hidalgo de nuestros siglos XVI y XVII recibía en su niñez, adolescencia y juventud una educación tan dura, disciplinada y espinosa, que el pueblo reconocía de buena gana su superioridad. Todavía en tiempos de Felipe IV y Carlos II sabía manejar con igual elegancia las armas y el latín. Hubo una época en que parecía que todos los hidalgos de España eran al mismo tiempo poetas y soldados. Pero cuando la crianza de los ricos se hizo cómoda y suave, y al espíritu de servicio sucedió el de privilegio, que convirtió la Monarquía Católica en territorial y los caballeros cristianos en señores, primero, y en señoritos luego, no es extraño que el pueblo perdiera a sus patricios el debido respeto. ¿Qué ácido corroyó las virtudes antiguas? En el cambio de ideales había ya un abandono del espíritu a la sensualidad y a la naturaleza; pero lo más grave era la extranjerización, la voluntad de ser lo que no éramos, porque querer ser otros es ya querer no ser, lo que explica, en medio de los anhelos económicos, el íntimo abandono moral, que se expresa en ese nihilismo de tangos rijosos y resignación animal, que es ahora la música popular española.