D. José Guerra Campos
El octavo día
Editorial Nacional, Torrelara, Madrid, 1973
Los fallos referidos, tanto en el orden racional como en el orden del sentimiento, se dan con especial acritud en esa forma de humanismo recortado que se llama el «cientismo», que tiende a reducir todo lo importante al campo de la ciencia positiva.
Ahora bien, como sabemos todos, la ciencia positiva, estrechamente ligada a la técnica, se caracteriza desde su nacimiento, en el siglo XVII, más o menos, porque ella misma se autolimita metódicamente; deja fuera de su ámbito de investigación y de dominio una serie de aspectos interesantes de la realidad: todo lo que se refiere precisamente al sentido, al para qué o finalidad, al origen, a la esencia íntima de las cosas. Podemos decir, con un poco de exageración, que la ciencia positiva se contenta con ser una descripción, que, a través de las experiencias ordinarias repetibles, capta ciertos modos constantes de funcionamiento (leyes) por inducción, o que por vía matemática llega a algunas formulaciones universales o principios, de los cuales se deducen a priori una serie de aplicaciones que se estima han de resultar válidas en la práctica. En esto se apoya toda la enorme y maravillosa acción técnica del hombre.
Una ciencia limitada a registrar el funcionamiento medible o expresable en fórmulas deja fuera, por principio, al sujeto: todo lo que en éste hay de intimidad y de trascendencia. A la ciencia le interesa sólo lo objetivo.
Este método, si se aplica en el campo al que corresponde, es perfectamente válido. Pero es un método parcial. Si se convierte de pronto en un método total, la ciencia degenera en «cientismo»: exageración o desorbitación de un método; ilegítima, por imponerse a sectores de la realidad para los cuales no sirve.