D. José Guerra Campos
El octavo día
Editorial Nacional, Torrelara, Madrid, 1973

Ante la exigencia de sentido para la totalidad de la vida, el ponente anterior expuso los fallos inevi­tables de cualesquiera humanismos independientes o autónomos. Me gusta mucho la fórmula sintética que él ha empleado: humanismos de exaltación y huma­nismos de depresión, que resumen con justeza lo que yo diría con más palabras y menos claridad.

Humanismo de exaltación. – Por medio de posi­ciones ideológicas razonadas o de actitudes casi inconscientes, que impregnan una atmósfera y conta­gian a muchísima gente, el humanismo con pretensiones de autosuficiencia ha sido casi siempre, sobre todo en los siglos XVIII y XIX, un humanismo de exaltación, que pretende realizar con las solas fuerzas del hombre lo que otros hombres esperaban por me­dios religiosos, los del don o la gracia.

No vamos a entrar ahora en una exposición al por menor de las múltiples formas de este humanismo. Las conocéis mejor que yo, y, en todo caso, ni siquie­ra esto es necesario, porque las diferencias sustanti­vas son muy pequeñas. La orientación general podría marcarse diciendo que, mientras el hombre de otras épocas percibía de entrada, cuando empezaba a vivir conscientemente, que no había congruencia o propor­ción entre sus aspiraciones más íntimas y sus posibili­dades de realización, el hombre actual, desarrollado, adulto, descubriría lo contrario: que él tiene potencia suficiente, individual o colectivamente, o sea, mediante el desarrollo social y la acción histórica, para adecuar sus aspiraciones con sus posibilidades, para al­canzar un momento en que aquéllas no desborden a éstas, en que la realización de las posibilidades satis­faga plenamente las aspiraciones, produciéndose esa armonía o satisfacción íntima y social, que es en cierto modo el paraíso. Eso es lo que buscaban las almas religiosas cuando ponían su confianza en Dios, y proyectaban su esperanza más allá de sí mismas y de la colectividad.

En tal humanismo de exaltación se inscribe, por ejemplo, el marxismo: el cual, como reconocen sus intérpretes más hondos, se juega todas las cartas de su verdad a que, en un futuro más o menos lejano, se consiga la plena armonía entre aspiraciones y posi­bilidades; si la apuesta no se ha de cumplir, el mar­xismo se declara falso, y lo es. También las formas nietzscheanas, mucho más individualistas y aristocráticas, se sustentan con la misma pretensión de que el hombre, desplegando su libertad sin ataduras ni referencias, en absoluta emancipación, puede llegar a realizarse en plenitud. Fuera todo equívoco: reali­zarse en plenitud, o no significa nada o significa per­fecta armonía entre aspiraciones y posibilidades. Cuan­do no hay esta armonía, ya podemos entusiasmarnos con el progreso que sea: nos estamos engañando a nosotros mismos. Los marxistas confiesan por antici­pado que si, en el futuro perfecto de la sociedad, los hombres siguieran sintiendo, sólo sintiendo, la sen­sación de límite, la inconformidad íntima o nostálgica (que los hombres, en general, experimentamos ante la contingencia de la vida, siempre insatisfactoria), el marxismo habría resultado falso, porque no habría logrado realizar plenamente con fuerzas humanas lo que el hombre necesita para sentirse hombre a satis­facción.